El humor de fondo que impregna estos tiempos es el descontento. Todos están descontentos y el único remedio que se pone a tal descontento es la queja. La gente se queja de la navidad, y, quejándose, acude a ofrecer regalos; se compran apresuradamente objetos que en la mayor parte de los casos son inútiles y a veces incluso costosos, objetos que muy probablemente dirán, a quien los reciba, solamente esto: que la convención se ha respetado dócilmente. Pero hacer un regalo es un acto mucho más complejo que acudir deprisa a una tienda y atrapar algunas cosas. A fin de encontrar un objeto para una persona querida hay que perder bastante tiempo y saber abrirse a los pensamientos y a la sensibilidad del otro.
¿Hay cosa más triste, efectivamente, que desenvolver un paquete y encontrar adentro algo que no nos atañe para nada? ¿Te acuerdas del regalo que te llevé al aeropuerto, la primera vez que nos separamos durante un largo periodo? Era un dibujo a lápiz, el dibujo de dos pequeñas lechuzas con los ojos abiertos de par en par. Cierto día me habías dicho: “Yo soy así, quiero verlo todo, entenderlo todo, jamás me canso de mirar a mi alrededor”. Así se me ocurrió la idea de la lechuza, la antigua imagen de Atenea: La sabiduría. Aunque hacía tiempo que no dibujaba, cogí el álbum y los lápices y trabajé a lo largo de toda una semana. Cuando hube acabado, escribí detrás: “Aquí estamos, dos pequeñas lechuzas con los ojos siempre abiertos en la noche”. Cuando, meses más tarde, regresaste de África, trajiste contigo dos antílopes tallados en madera. En este momento están junto a mí sobre el escritorio, se miran a los ojos entre sí con expresión atenta. “Somos nosotras dos”, habías dicho al entregármelos, “tenemos las mismas piernas largas, correremos lado a lado hasta el final de nuestros días”.
¿Cuánto valdrán, en términos de dinero, nuestros regalos? Seguramente una cifra irrisoria. Pero tienen un valor inmenso en la memoria afectiva de nuestras existencias. Aquí, en el mundo opulento del Norte, de este Norte que se queja de la esclavitud de los regalos navideños, somos extremadamente pobres: ricos en objetos pero casi muertos por dentro. Si cierro los párpados y pienso en el hombre moderno, se me ocurre pensar en un arbolito que hace años crecía, o, mejor dicho, intentaba crecer, en la acera delante de mi casa, en Roma. Recuerdo que era una adelfa porque, cierto día, en primavera, probablemente reuniendo todas sus fuerzas, ofreció a las miradas de los transeúntes dos florecillas rosadas. Su tronco era endeble y estaba negro por el hollín, en la base no le habían dejado espacio suficiente para respirar.
En otras palabras, aquel árbol no vivía, se esforzaba por sobrevivir. A su alrededor pasaban a toda velocidad autos y ciclomotores con el escape abierto; por la noche, las tiendas y restaurantes de los alrededores descargaban la basura a sus pies. De vez en cuando el viento depositaba alguna bolsa de plástico para adorno de sus ramas. En aquella limitada y humillante condición ambiental el proyecto del árbol no podía desarrollarse: nada de raíces, nada de respiración, nada de copa. Yo sentía compasión por aquel árbol, por aquella forma potencialmente noble que estaba reducida al espectro de sí misma. Compasión porque el destino que se veía forzado a vivir no era su destino, no era el destino para el que había sido creado.
¿Es realmente muy distinta la condición del hombre? No lo creo; cuanto más miro a mi alrededor, más veo a seres humanos que se han desviado de su destino; seres humanos sin raíces y sin copa; seres humanos que narcisísticamente creen amarse y, en realidad, se desprecian; seres humanos descontentos de todo pero incapaces de admitir que el primer y mayor descontento proviene justamente de su propia pasividad."
Susanna Tamaro "Querida Mathilda"
1 comentario:
El optimismo es una obligación moral (incluso en estas fechas);)
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